Un trastero sumido en el abandono. Rastros de humedad en las paredes. Periódicos y revistas (noticias antiguas, rostros olvidados) en una estantería maltrecha, bajo una capa de polvo. En una de las esquinas, a resguardo de eventuales goteras, el cajón en el que guardé aquella pequeña parte de mi patrimonio (novelas, en particular) de la que no quise desprenderme, hace ya mucho tiempo, en vísperas de un largo viaje.
Retiro, uno detrás de otro, los clavos herrumbrosos que sellan la tapa. Y reencuentro a los compañeros invisibles de mis años jóvenes, que acuden a mi memoria como traídos por una brisa de primavera:
la mujer más hermosa que podían ver ojos humanos, soberana del reino subterráneo de Khôr, un laberinto de pasadizos custodiados por celosos guardianes (Ayesha);
casa solariega rodeada de verdes colinas y ríos cristalinos. Largos atardeceres tropicales y, asomada a la ventana, una doncella consumida por la tristeza (María);
una clínica de reposo al pie de los Alpes, donde mentes preclaras mantienen un porfiado duelo dialéctico en su intento por retrasar la llegada de la muerte (La montaña mágica);
un joven detective obsesionado por resolver un caso inextricable, que llega a poner en peligro su propia cordura (El misterio del cuarto amarillo);
un genio de la música, devorado por su insaciable sed de inmortalidad (Juan Cristóbal);
personajes lúbricos, inocentes, siniestros, mundanos, en la penumbra del Medioevo, bajo el signo de la fatalidad que gobierna sus destinos (Nuestra Señora de París);
la hija de un sencillo pescador, enamorada hasta el último suspiro de un poeta que visita su aldea (Graziella);
miserias de la condición humana puestas al descubierto por un investigador acucioso e imperturbable, entre brumas y humo de pipa (El comisario Maigret);
Mademoiselle Yvonne de Galais, hecha de niebla y aroma de flores silvestres, dulce, gentil… y efímera, como una flor recién cortada, sin un artista que perpetuara su belleza en un lienzo antes de la hora fatídica de su muerte… y del eterno reposo, en oscura soledad, bajo tierra provenzal, sobre un mullido lecho de seda…(El gran Meaulnes).
Estaban también Loti, Bordeaux, Turguéniev, Fóscolo… ¡y tantos otros!
Mi breve reseña se reduce a evocar aquellas vidas remotas, intensas, de las que fui ensimismado copartícipe. Mundo de ayer al que consagré más tiempo –quizá demasiado—que a mi entorno y a mis circunstancias personales (un traje estrecho en el que nunca me sentí a gusto) durante mi larga adolescencia, inviolable, como una cámara secreta…
Igual que en anteriores visitas a la ciudad de mis fantasmas, también en esta última eché en falta el tañido de las campanas del cercano templo de la Recoleta, las golondrinas que anidaban en los techos de casa, el cielo estrellado, las noches de luna llena…
En mis paseos, los asientos del parque me parecieron desangelados (antaño era frecuente ver allí algún alma solitaria que leía o meditaba), y la estación del ferrocarril, mi Orient Express particular (todos mis imaginarios viajes por el mundo empezaban allí), hoy inicuamente derruida. ¡Qué decir de los campos, lejanos, extensos, que contemplaba desde el mirador natural de la galería de casa: un paisaje desacralizado por las sucesivas urbanizaciones y la gente menuda y presurosa que las habita!
Con ánimo sombrío percibí –en esta ocasión casi diría que con mayor contundencia- que, por doquier, la realidad pugnaba por imponerse a mis recuerdos, el hoy al ayer, lo banal e inmediato a lo esencial… Sin embargo, también esta vez salí indemne de esa intrínseca confrontación, salvaguardando la memoria de mi antiguo reino. Y es que la fuente del camino –en palabras del maestro Tagore—reserva siempre, en lo más recóndito de sí misma, una última gota de agua, para no morir de sed.